viernes, 18 de julio de 2008

Por el diálogo de las lenguas

De nuevo, un manifiesto crítico con la política lingüística está suscitando en Catalunya un debate que no lleva a ninguna parte. La cascada de artículos que descalifican, sin más, al citado manifiesto, la emprenden contra ideas que en él no se expresan, es decir, utilizan la vieja falacia de deformar las razones del contrario para entonces refutar cómodamente lo que no se ha dicho.

Con ello, por un lado, se hace un flaco favor a la racionalidad, ya que se niega la posibilidad de entender los motivos de la otra parte y se impide argumentar en serio para llegar a consistentes acuerdos o desacuerdos. Por otro lado, al tergiversar las afirmaciones ajenas, se informa mal a quienes leen los textos del debate, ya que se les induce a creer que la otra parte sostiene unas posiciones, cuando, en realidad, sostiene otras muy distintas. Ello se agrava cuando al lector de periódicos no se le ha suministrado el texto origen del debate, con lo cual la información es incompleta para que este lector pueda formar libremente su criterio, tras escuchar las razones de unos y otros. No estaría mal o, mejor dicho, estaría muy bien, que la cosa no acabara aquí y, tras las vacaciones de verano que todos estamos anhelando, representantes cualificados de ambas partes sostuvieran un diálogo abierto, público y razonado, sobre esta cuestión: el resultado seguramente sería positivo para todos. Al menos, se podría saber de qué estamos hablando y cuáles son las razones de unos y otros.

No estaría mal o, mejor dicho, estaría muy bien, que la cosa no acabara aquí y, tras las vacaciones de verano que todos estamos anhelando, representantes cualificados de ambas partes sostuvieran un diálogo abierto, público y razonado, sobre esta cuestión: el resultado seguramente sería positivo para todos.

Al menos, se podría saber de qué estamos hablando y cuáles son las razones de unos y otros. Sin embargo, no soy optimista: en otras ocasiones se ha buscado este ámbito de reflexión y nunca se ha logrado. Intentarlo una vez más, de todas formas, valdría la pena.

Leído el manifiesto, y habiéndolo suscrito a pesar de que, efectivamente, hay algunas imprecisiones que deberían aclararse, creo que en él se trata, básicamente, del significado y el alcance de la cooficialidad de las lenguas en las comunidades autónomas bilingües. Una lengua oficial es aquella que utiliza un poder público para dirigirse a los ciudadanos y a los demás poderes públicos. No hay que mezclar en ello misteriosas cuestiones identitarias. Simplemente hay que buscar el entendimiento entre personas: que los ciudadanos reconozcan como suyas a estas instituciones por el hecho de hablar en su propia lengua, es decir, en su lengua habitual.
Sin embargo, no soy optimista: en otras ocasiones se ha buscado este ámbito de reflexión y nunca se ha logrado. Intentarlo una vez más, de todas formas, valdría la pena.

Por ello nuestra Constitución sentó tres principios básicos: uno, que el castellano es lengua oficial en todo el territorio de nuestro Estado y que todos los españoles tienen el deber de conocerlo y el derecho a usarlo; dos, que los estatutos de autonomía establecerán, en su caso, otras lenguas oficiales, es decir, cooficiales, en su ámbito territorial; tres, que las distintas lenguas serán objeto de respeto y protección por constituir un patrimonio cultural común. Estos tres principios son una buena base para que establezcamos unas políticas lingüísticas en las que todos - se entiende, una gran mayoría- nos pongamos de acuerdo. Para ello es imprescindible que actuemos según un principio general del derecho que se presupone en todos los contratos: el principio de buena fe. Por ello decía antes que sería un buen instrumento para llegar a este acuerdo que los protagonistas de las partes hoy enfrentadas - los autores del manifiesto y sus detractores- dialogaran entre sí en lugar de descalificarse sin atender las razones del otro.

Teniendo como punto de partida los razonables principios constitucionales antes citados, creo que ambas partes deberían ponerse de acuerdo sobre una misma filosofía de fondo: el bilingüismo es algo bueno y positivo, es una gran suerte nacer y vivir habitualmente en una sociedad bilingüe, una sociedad en la que desde pequeño, con naturalidad, sin esfuerzo, se puedan aprender dos lenguas. Me considero perfectamente bilingüe. ¿En qué momento aprendí catalán y castellano? No lo sé, sinceramente. Solo sé que los aprendí en la primera infancia sin darme cuenta y que los he hablado indistintamente a partir de entonces. Además, ello me ha servido para aprender otras lenguas con mucha mayor facilidad que aquellos que han sido monolingües durante su infancia y juventud.

También pienso que el ideal es tener, por ejemplo, un padre inglés, una madre alemana, pasar la infancia en París (o Pekín) y la juventud en Barcelona. He conocido casos semejantes: hablan (o entienden) perfectamente varias lenguas sin esfuerzo alguno, sin las inútiles clases de idiomas que duran toda la vida. La España monolingüe y la España bilingüe deben hacer un esfuerzo de comprensión mutua, sin encastillarse cada una en sus razones, con lealtad y buena fe. Tan absurdo es que en Catalunya no se rotule en catalán como que el Instituto Cervantes sólo se encargue de proteger y difundir el castellano. Antes que un signo de identidad, la lengua es un instrumento de comunicación. Si se considerara así, todo sería mucho más sencillo de lo que ahora parece. Como dice el manifiesto, el castellano es la lengua común en España, la que sirve para que nos comuniquemos todos los españoles. También en Catalunya tenemos, además, otra lengua común, el catalán, para que nos comuniquemos todos los catalanes. Tan claro como el agua.


F. DE CARRERAS, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB
La Vanguardia, 17/07/08

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